1997
- Por favor, si el año que viene voy a estudiar Teatro, ¿Para qué me puede servir esto? -le pedía al profesor. Me había sacado un cinco (se aprobaba con seis) en la última materia de la secundaria, del Politécnico. Era algo sobre carga y descarga de cereales en el puerto, tolvas, cintas transportadoras y cosas por el estilo.
1998
Ya tenía 18 y después de un intento fallido de ingresar al Conservatorio en Buenos Aires, estudiaba Actuación en la Escuela Nacional de Teatro y Títeres, ubicada en peatonal Córdoba y calle Mitre, en Rosario.
Fue un año excepcional: en las materias prácticas pude descubrir el propio cuerpo como instrumento, aprender a confiar en el otro, también que tocarse no tiene nada de malo y, en Música, ver y llorar con Amada inmortal (1994), la película que narra la vida de Beethoven, sobre todo en la escena cuando él corre y corre escapando de su padre; luego, en las materias teóricas, leer sobre dinámica grupal de la mano de los textos de Pichón Riviere, y por otro lado, clásicos griegos como La Odisea, de Homero. En paralelo y por mi cuenta, recuerdo mi abordaje al Manifiesto Surrealista, que era el texto introductorio al Pez soluble (1924), de André Breton.
2022
Me despierto temprano, me hago unos mates, prendo la tele y me tiro en el sillón a navegar por las redes en el celular. Veo que tengo un mensaje en Instagram: es Evelina que me manda tres fotos. En una de ellas estábamos metidos en la fuente de la plaza López, con Anabel, cagándonos de risa, enfrente de donde Evelina vivía en ese momento y a una cuadra de donde yo vivo hoy. Éramos jóvenes y yo estaba bien bronceado, y con ropa blanca. Y esa noche fui feliz.
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