Relato - Por Carolina Andrea Silva
Blog de la autora
Cuando el semáforo daba el paso a los transeúntes, la masa de gentes se alistaba a avanzar. Visto desde las ventanas del viejo edificio de San Martín y Olmos, la marea humana brindaba una cadenciosa danza entre el ir y venir, mientras atravesaban la avenida. A lo lejos se oía cómo unos chicos con carros plagados de cajas de zapatos pedían el paso a los gritos para cruzar antes de que el semáforo cambie otra vez. La viejita que pide en el puestito de Red Bus se pasaba un pañuelo por la cara, mientras volvía a acomodarse en su sillita. Los kioscos estaban abarrotados, vendiendo agua y gaseosa y los cestos de basura desbordaban. La calle se había vuelto un cementerio de botellas aplastadas y papelitos de todos los tamaños. Hacía un calor insoportable, y el mundo de gente se sentía como un condimento pegajoso e intimidante.
Desde el horizonte, el cielo amenazaba con una violenta tormenta de verano sumando más tensión a la tarde. Era vísperas de Nochebuena, y aunque ya eran las siete, los comercios se mantenían activos, con la música a todo dar, y empleados en la puerta, invitando a la gente a visitarlos. Como todos los años, eran días de venderlo todo.
En la esquina de la casa de electrodomésticos la gente se agolpaba en busca de un taxi, cargando paquetes de todo tipo, y mirando con desconfianza y un dejo de malhumor. El chico que paraba los taxis se había cansado de silbar y solo agitaba las manos, parándose casi a la mitad de la avenida cuando no venían colectivos. El mundo de gente simulaba un hormiguero violento en días de humedad.
Una mujer cargando dos bolsas con juguetes y una caja de pileta de lona llamaba por teléfono, mientras negaba con la cabeza algo que el chico de los taxis le preguntaba.
Antes de que el semáforo dé nuevamente paso a los autos, un hombre vestido de traje se lanzó a cruzar la Olmos corriendo. Se paró en la casa de deporte y miró su reloj. Eran cerca de las siete y media, y la gente brotaba de las oficinas para zambullirse en la locura de la peatonal. El hombre que cruzó la calle caminó hacia la Farmacia Central, mirando para todos lados, como esperando a alguien, y luego de quitarse el saco se acomodó al lado de la puerta del bar que habían abierto en noviembre al lado de la farmacia. Después se paró en el puesto de diarios mientras hablaba por teléfono.
- Nunca hice esto. Todavía no vino. ¿Y sí la mina me deja clavado? ¿Y si mi mujer se entera? Ya me va a llamar, porque sabe que ya salí de la oficina.
- Despreocupate, yo te la recomendé. Es muy buena- le respondía en alta voz un hombre que sonaba del otro lado de la línea.
En todas las esquinas de la intersección de la calle San Martín y la avenida podían verse grupos de manteros, empezando a reunirse, a la espera de que el flujo de gente comience a disminuir un poco, como para poder tender sus mantas y acomodar sus puestos de juguetes y ropa, los dos objetos de deseo más vendidos en Navidad.
Mientras la fila de gente seguía esperando taxis, la mujer que hablaba por teléfono caminó hacia el cantero de la peatonal con dificultad por el peso de la caja. Se sentó en él, y se sacó los zapatos un rato. Se veía enojada, cansada y transpirada. La viejita que pide en el puesto de Red Bus le hablaba mientras plegaba su sillita y acomodaba un bolso rojo. Ya eran cerca de las ocho y ella se estaba yendo. La mujer no la escuchaba aunque asentía con su cabeza. Estaba hablando por teléfono. Luego cortó y arrancó de nuevo a la fila de los taxis.
Cuando llegó se acercó al oído del chico que fijaba su mirada en la avenida sin taxi libre para parar.
- Al final el pelotudo de mi marido no puede entrar al centro, así que voy a pedirte un taxi.
El chico le contestó algo entre risas y siguió con su trabajo, agitando su mano, mientras tomaba una Coca.
El hombre que estaba en el puesto de diarios miró otra vez su reloj, y se agarró la cabeza. Ya había cortado dos veces las llamadas entrantes de su mujer y estaba escribiéndole un mensaje, cuando recibió una llamada que lo hizo cruzar la avenida, corriendo otra vez. Una diminuta mujer con un vestido rojo y bolsas de cartón en una de sus manos lo llamaba a la distancia.
Cuando llegó ella lo saludo con un beso en la mejilla.
- Soy Carla. Perdón la demora pero hoy fue un día terrible. Tuve muchos clientes.
Tomó una de las bolsas y se la dio al hombre.
- ¡Le va a encantar a tu nene! Pero tené cuidado con las fichas, son pequeñas.
El hombre sonrió, le pagó, y salió caminando hacia la fila de los taxis. Sacó su teléfono y la llamó a su mujer.
- Amor, ya tengo el jueguito para Dante. No sabes el miedo que tenía de que la mina no venga y yo me clave con la seña que le hice sin avisarte.
Mientras algunos negocios bajaban las persianas, los manteros conservaban la actividad comercial, ahora sobre la peatonal de la San Martín, contando plata en efectivo tímidamente, mientras los clientes iban apreciando el abanico de productos que ellos ofrecían. Todavía se podía escuchar la música que se confundía con el murmullo de los autos de la Olmos, y la gente que daba vueltas, buscando algo para regalar.
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